Número de edición 8323
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Análisis: El Acuerdo Nacional De La Estrategia Económica. Por Julián Licastro

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El problema argentino “no es económico sino político”. La elocuencia de este axioma resume la vigencia de un legado histórico que, al destacar la riqueza de nuestro potencial, vincula la estrategia de desarrollo con los principios esenciales de soberanía y justicia.   

Por tanto, condena el subdesarrollo inducido por la dominación y la entrega, responsables de la cronicidad de crisis casi idénticas, que sólo “modernizan” las estructuras asimétricas de la dependencia.

Una subcultura política “legaliza” este esquema colonial, devenido neocolonial o semicolonial porque, con distintos argumentos, trata de naturalizar la inviabilidad de la construcción nacional y el fracaso de la unión continental libre de nuevas hegemonías. Hoy, además, los relatos de raíz neoliberal y neomarxista se unifican en un plan transideológico, que lucra por igual con cualquier modelo estatal, de un lado al otro del mundo.

La situación se agrava pese a las “cumbres” que debaten el tema a nivel global, con pretensión de “neutralidad” científica o académica, mientras aumenta el desorden geopolítico y las guerras del petróleo; y se aguadizan la pobreza, la violencia étnica y las manifestaciones de descontento. Paralelamente, por impacto de esta misma realidad, ceden las interpretaciones ficticias de los hechos, y se reabre la instancia de replantear la ecuación económica desde la base.

En este punto, la doctrina de una economía productiva con finalidad social, tiene el ejemplo de los países que supieron reconstruirse partiendo de los grandes acuerdos nacionales. Éstos respondieron a visiones de conjunto que tomaron la sociedad como un todo dinámico e indivisible. Al hacerlo así, neutralizaron las posiciones sectarias y sus postulados de cambio violento, por el alto costo humano que anticipa el germen de la decadencia.

La economía social  corrige pacíficamente los males endémicos de la codicia egocéntrica, el fraude comercial y la corrupción administrativa. Por ende, ordena las herramientas que edifican un sistema creativo y eficaz, en un “sustrato programático” válido para orientar la conducción. En principio, la “planificación” indicativa”, que asegura racionalidad en la organización empresaria privada y pública; al par que ambas áreas se complementan sin privilegios ni exclusiones. Obviamente, esto no incluye los excesos burocráticos que coartan la libertad para innovar y expandir la producción de bienes y servicios necesarios.

La “iniciativa organizada”, no improvisada, es otro factor primordial para lanzar emprendimientos auspiciosos, atraer inversiones productivas, y disponer la infraestructura adecuada. Un esfuerzo inteligente que no se reduce a la satisfacción somera de necesidades básicas, pues una vez cumplidas, atiende las aspiraciones que sobrepasan la mera subsistencia, propendiendo a una vida plena en el orden moral, educativo y cultural.

Igualmente, la “distribución social”, fin y reinicio del ciclo económico por aplicación de la capacidad adquisitiva, ha de ser justa, como remuneración y estímulo de empresarios, trabajadores y demás sectores de la comunidad: la participación legítima en la riqueza común es el lazo de cohesión entre la grandeza nacional y el progreso popular. Por cierto, hay que promover el consumo, pero sin confundirlo con el fomento al “consumismo” que niega el ahorro, hipoteca el desarrollo y encubre la inexperiencia en la gestión económica.

La cultura del trabajo nos reubicará en la región y el mundo, en una era de grandes intercambios facilitados por la tecnología. Una actitud que modificará la práctica inveterada del facilismo y la improvisación. Para ello, debemos seleccionar liderazgos que no deleguen en sus asesores técnicos la toma de decisiones. Porque un acuerdo estratégico exige habilidad política para concertarlo, y constancia para mantenerlo activo como fuente institucional de cooperación y apoyo. (16-6-15)

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