Número de edición 8322
La Matanza

Miserias Carcelarias: A propósito del intento de robo y homicidio

Por Hugo López Carribero
Abogado penalista

La noticia conmocionó a la sociedad, cuando se supo que un adolescente de
16 años debió ser internado por el grave estado que fue generado por las quemaduras en un intento de robo. Esto ocurrió en Gonzalez Catán, hace pocos días.

Un ladrón, feroz y despiadado.

Franco González, la víctima del hecho, estaba solo en su casa del barrio
Virgen del Carballo. La mamá es docente y trabaja en el interior del
departamento de Copo, mientras que el padre había salido a hacer unas
compras. Fue entonces que un hombre armado con un revólver entró y le
exigió dinero o joyas.

En el hecho, que se encuentra en plena etapa de investigación, habría
sucedido lo siguiente: el chico no le entregó nada al ladrón, por lo que
se originó un forcejeo que terminó cuando el asaltante tomó una botella de
alcohol, roció a Franco y lo prendió fuego.

El robo quedó en grado de tentativa, ó intento de robo que es lo mismo.
Ello por sí sólo es un delito.

Pero desde ya que lo más grave es el intento de homicidio que sufrió
Franco, en una actitud miserable por parte del delincuente.

Muchas veces me he manifestado sobre la morbosidad del delincuente. Lo
haré ahora también.

A veces me preguntan qué sensación me causa la muerte y el posterior
descuartizamiento del cadáver. Esa pregunta tautológica, y por ende vacía
de contenido, no merece para mí una reflexión atendible.

El descuartizamiento no representa ningún delito, salvo que lo realice una
persona distinta al matador. Pero cuando el homicida despedaza el cuerpo
de su víctima, nada dice para el mundo jurídico.

En efecto, hay casos en los que, sin llegar a la muerte, la problemática
de la morbosidad se hace mucho, e infinitamente más compleja.

Y allí es donde me pregunto qué extraños pensamientos gobiernan los
laberintos de algunas
mentes.

Claro que son casos delictivos, como por ejemplo el de aquel sujeto que
decide colocar una hoja de afeitar en el tobogán de una plaza, y observar
desde cien metros a los niños cuando se deslizan por la tabla. Ese sujeto
que contempla cada sufrimiento infantil con ojos de enamoramiento, los
mismos ojos y la misma mirada húmeda del que presencia un nacimiento, con
otros matices claro.

Matices perversos, llenos de alevosía y ensañamiento. Son, también, los
mismos matices que saborean los que matan a través del suministro de
veneno, cuando plácidamente observan que el líquido dañoso comienza
mezclarse con el torrente sanguíneo.

Para entonces, la víctima ya no tiene posibilidades de sobrevivir, para
ese momento sólo existe el futuro próximo de la agonía.

Pero, en este marco, resulta más perverso el caso en que el delincuente,
valiéndose de un licuado de fruta, disimula la presencia de vidrio molido,
con la de hielo también molido. Sirve el refresco, a su víctima, con la
mirada de un padre complaciente. Con el rostro de una madre que se siente
satisfecha por calmar la sed de su hijo.

Ese vidrio molido a los pocos segundos desgarra las viseras, provocando la
más amable de las hemorragias.

Esa imposibilidad de percibir el sentimiento de culpa. La oportunidad de
actuar sobre seguro, estableciendo centímetro por centímetro el más
confiable estado de indefensión de la víctima.

Esa peligrosidad latente, que busca ser satisfecha en el momento y el
lugar menos esperado. La criminalidad que nos pega a todos, y que rodea
nuestras vidas, con personas que habitualmente consideramos normales, y
posibles integrantes de la mesa hogareña en una cena de amigos, o al menos
conocido.

Estos son los casos que me preocupan para la evolución de la especie
humana. Para el tratamiento de los negros pensamientos. ¿De qué puede
servir alarmarse por un cadáver descuartizado? después de todo ya no hay
sufrimiento, ni conciencia en la víctima, ni alma dañada.

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