Pequeño dossier sobre ‘Las piezas de un teatro’ de Rolando Revagliatti (RundiNuskín Editor, Buenos Aires 1991)

PRÓLOGO para el libro “Las Piezas de un Teatro” (conformado por las piezas teatrales ‘Travesía’, ‘Comida’, ‘La cabeza’, ‘Chiste triste’ y ‘Lo llamaremos por el numerito’)
“REDUNDIO = GERUNDIO EN REDONDO”
por Germán González Arquati
Según el Pequeño Larousse Ilustrado, ROLAR quiere decir dar vueltas en redondo. Su gerundio es ROLANDO, esto es dando vueltas en redondo (galicismo).
RE-VA: va y va. Sin volver. Español castizo.
GLI ATTI: los actos, más tano que los tallarines.
ROLANDO REVAGLIATTI: El que dando vueltas en redondo va y va sobre los actos.
A Mandrake le serrucharon el cráneo. Tuvo buena cicatrización. Su magia consiste en convocar frases que provocan la penumbra y la oscuridad.
Fragmentos de Rolando que va y vuelve a ir sobre los actos: ahí están para muestra el Caballero Español con su invitación programada que siempre fracasa, la mujer que talla en jabón y repite su frase: “Nosotras no la matamos. Se murió sola.” El Hombre que se suicida con lo suyo comete actos comentado por un parlante que repite su mensaje hasta que termine de trajinar y suceda el apagón final. Alguien abre los dedos, embalsa arena fina y la deja libanizar (justo en el momento en que Mandrake anuncia: “No es tanto el dolor, sino que sangra.”). El mago Mandrake sangra y sus palabras mediatizan la realidad, la realidad, la realidad…
El Hombre que bracea sobre la mesa no deja de tener razón cuando sentencia entre brazada y brazada: “¡Qué capítulo, señor, escribiríamos todos si no tuviéramos que remar!…” La luna como una pastilla de Alka Seltzer cuelga de un hilo de coser, pero el Hombre ni la mira y además la tutea como una vulgar trotacalles.
Cosa de nunca acabar y de nunca empezar. Se gasta lo que hay y no existe ningún relevamiento sobre lo que aún queda en el ovillo. Ellos dialogan sobre imponderables. ¡Qué lujuria senil! El mundo destila lujuria senil. El viejito se dormirá con el numerito ROLANDO entre sus dedos que luego caerá de sus dedos. Todo caerá despacio como si se precipitaran bulones de goma. El Ángel cubre a los niños con su sábana blanca, para ocultar sus juegos eróticos. Los niños nunca duermen: “Le hundimos los bichitos en el agua. Le cantamos el bolero.” Nada termina.
Re-va. Va y vuelve a ir. No regresa. No hay vuelta para volver a ir. Es el que va dos veces. El que no conoce el viaje de vuelta: jinete que cabalga únicamente corceles que van. Dando vueltas en redondo porque SOLAMENTE SE PUEDE IR DOS VECES HACIENDO VIAJES EN REDONDO. No hay otra manera de ir y volver a ir sin volver, que haciendo viajes en redondo (ROLANDO: dando vueltas en redondo). La fatalidad de llamarse de una manera también es un viaje de ida. Pongámonos nostálgicos: la vida es esencialmente un viaje de ida (la palabra misma lo contiene: vida).
Seres trasnochados sorprendidos por sus propios textos que viajan en góndolas oscuras en medio de tempestades de utilería. Las palabras son ganglios que gotean y supuran incertidumbre. El derrumbe se produce en sordina y los pesca a todos enzarzados en pensamientos que no descansan, amotinados en la misma nuca, expresados turbiamente con una claridad aterradora. Hay luces curvas y torvas que vaporizan la escena. Sería mucho simplificar decir que estamos asistiendo a un drama psicoanalítico, pero “por algo será”.
Teatro redondo que se regodea en no avanzar, eludiendo la perentoriedad del conflicto, porque es conflicto en sí mismo. Para sí. Para no. Para ni. Para so. Se da el fenómeno de asistir a un curso de acciones sin futuro, que obliga a no alentar expectativas. La acción se agota en sí misma y a menudo no es antecedente ni consecuente. Teatro sin futuro. Teatro optimista.
El lenguaje no apela a los sentimientos sino a la tiranía caprichosa de las ideas que bullen en la nuca. La palabra es portadora de acción: es acción en sí misma y nunca ilustra ni comenta la acción física de los personajes. No nos pongamos pedantes. Los hombres y las mujeres hablan de cosas íntimas, fuleras, callosas, vergonzantes. Parecen desandar continuamente el tiempo, ese tiempo que se desplaza por las ventanillas de los trenes y queda embolsado en el furgón de cola. Uno siente que detrás hay una sala de espera de mayólica, con salivaderas de hierro enlozado, higienizadas con creolina. Humor viciado por la falta de aire, por el olor del sexo que surte entre las enaguas. La pobre humanidad retrocediendo cualquier cantidad de pasos, descuajada, errática, agolpada entre las dos caras de un vidrio opacado por la fina lluvia de otoño.
Pero por ventura está la pietá. El descenso de la cruz. La lánguida eternidad abandonada en brazos de la madre adolorida. ¡Pobrecitos! Se la pasan llorando sangre, tendiendo la mano al padre ausente, amarrados a las tetas de la madre omnipresente. Las palabras circulan, se atropellan, chocan, estallan, brincan entre los hombres y mujeres que degradan la escena. Se vive entre los socavones de la conciencia. El mundo exterior aparece tan deformado que ni es ridículo. Más bien todo lo visible aparece patético sin que nadie haga nada para que lo sea. Todos los personajes hablan con la cabeza en la mano. Todos terminan encallando y preguntándose a pesar de sí mismos: “¿Qué hago yo conmigo ahora? ¿Qué hago yo conmigo ahora?…” “Me falta la cabeza…” “Los fantasmas vienen a caballo. Diversos. Nunca llegan y siempre vienen.” Esto hay que leerlo y archivarlo en la frente. Si uno lo ve, tal como sucede con las imágenes visuales, las palabras que uno oye viéndolas pasan como esos “fantasmas diversos”. No vienen ni llegan. Pasan. Y el teatro no es un libro que se puede volver atrás. Lo cual es una verdadera lástima. Porque sería hermoso que en la representación cada espectador pudiera parar el espectáculo, hacerlo regresar a un tramo que desea retener o regozar y luego saltar hasta el hiato. Peligroso. Muy peligroso. Eso sería volver a ir, pero no en redondo. Y entonces Revagliatti no tendría nada que ver con esta operación, más que nada por llamarse Rolando.
A modo de Epílogo
“EFECTOS DE UNA TEATRALIDAD MANIFIESTA”
por Diego Mileo
Entrar en el mundo de claves del teatro de Revagliatti es acceder a una posibilidad que no se agota en la lectura de estos textos multiplicados en su textualidad, donde lo escénico se convierte en un desafío. ¿De dónde surgen esos seres mitad espejismo mitad cotidianeidad que pueblan estas historias de locura, furia, comicidad y muerte? Los territorios de lo imaginario tienen su propia aceleración, su propio entramado desdoblándose en juegos que no ceden su enclave ni su identidad. ¿Qué es entonces “Travesía” sino una forma de farsa imposible? Mujer “servidora de escena” aclara Revagliatti, como si pudiera ser otra cosa en la esclavitud de la palabra dicha. O “Comida”, donde el hombre es rey, indicaciones del autor que remiten al verdadero argumento (porque la verdadera historia está en la indicación y no en lo indicado). Mezcla de espectros que unen a “monja”, “hijo”, “mozo” o “caballero español” (así, sin el artículo para que la precipitación sea mayor) en la extraña maquinaria que se titula “Chiste Triste”. Denominaciones que no cesan: “sencilla”, “literata”, “adolescente voluptuosa”, “vendedor de espirales”. De ahí, que el secreto está a la vista (más exactamente en los bordes del afuera) y no vale ninguna interpretación del texto, esto sería lo fácil, lo inútil, lo previsible. Conviene buscar las raíces de lo imaginario en la corteza misma para así poder sacar el diseño desde dentro del paisaje.
El “espectador-lector” no debe caer en sus propias trampas que asolan los recorridos de la obra revagliatense.
Se suceden entonces, en este libro de unidad minada, todas las escenas que el autor no desecha en la estructura final.
¿Por qué decir que esto que Revagliatti escribe es sólo teatro? ¿No sería más justo llamarlas “visualizaciones” del lenguaje? ¿Entrejuegos? ¿Sueños? ¿Vacilaciones del alma? ¿Fábulas perversas?
Especulaciones de este escrito que “se pega” al libro como una falsa pista, último espasmo artificioso de la mente. Palabras que quieren cerrar algo pero terminan por reiniciar el texto. ¿Influencias? Las mejores: el síndrome becketteano mina las palabras de R.R. como una siembra imposible. Ahora sólo queda volver a leer, o participar de la noche polar de la lectura de lo evanescente, la pesadilla del más despierto, la última “finta” al borde del infierno.
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A modo de Epílogo
“NOTAS AL PIE DEL ESCENARIO”
por Dulce Suaya
“Las Piezas de un Teatro”: Teatro que aglutina y envuelve a las piezas como a círculos concéntricos que se borran recíprocamente hasta el límite de la circunferencia.
Ausculta el dramaturgo sus personajes, los manipula, los hiende, y la paradoja es que provoca, sin embargo, efectos de aislamiento y de lejanía. La ironía, tono de una constante, atraviesa personajes y palabras.
Singularidad de una escritura que marca la prevalencia del escenario. Las indicaciones y acotaciones rigurosas, imperativas, que tienden a delinear ese borde, someten y suplen la escena propiamente dicha. El recurso que se implementa para alcanzar la dominancia del escenario, consiste en proponer figuras estatuarias, congeladas, dotadas de una movilidad robótica.
La racionalidad de una lógica irracional en apariencia, se descifra con la función del catalejo, el que aproxima la “afónica” representación al espectador, quien tiene el ojo situado más allá del ámbito teatral.
“Banquete necrofílico cuyo menú es papá.”
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TEATRO DE LA “LOCA VERDAD”
por Daniel Terzano
“Las Piezas de un Teatro”, de Rolando Revagliatti (RundiNuskín, Buenos Aires, la Argentina, 1991, 102 páginas). Comentario de Daniel Terzano aparecido en la sección Libros del Suplemento “Cultura y Nación” del periódico “Clarín” de la ciudad de Buenos Aires, el 8.8.1991.
En Las Piezas de un Teatro, Rolando Revagliatti transita con éxito un camino riesgoso. La estética del absurdo (el automatismo surrealista sería otro caso) ha tentado a muchos con su engañoso “vale todo”. El pecado resultante, en general, es la tontería.
En cambio, los que saben que para hacer teatro no basta con amontonar extrañezas sobre un escenario, han abierto una visión alternativa, no naturalista, del drama humano. Revagliatti, felizmente, pertenece a este segundo grupo.
Sus obras nos hablan de la soledad, de la incomunicación y el desencuentro, y de ese terrible vacío que todos, alguna vez, sentimos latir allí donde nos habían garantizado un alma. Para ello hace vagar por las piezas de su teatro a personajes sin nombre (o tal vez, a la inversa, tan sólo nombres, nombres genéricos, tan abarcativos que al fin nada representan: “hombre”, “mujer”, “anciano”, “pelirroja”, “jesuita”…). Esas identidades en grado cero monologan sin percibirse unas a otras, o hablan por citas, o se retraen y callan, o dialogan entre sí con la calidez y coherencia con que podrían hacerlo muñecos de cera encerrados en cajas de vidrio.
En muchas de sus escenas, lo cómico asciende hasta ese nivel límite cuyo efecto final no es la risa, y en todo momento la honorable razón resulta burlada. Lo que no se encontrará en estos textos son gestos superfluos, rebuscamientos gratuitos.
Como escribió Tolst: “Todo esto es locura, pero todo es verdad”.
“LAS PIEZAS DE TU TEATRO”
por Carlos Barbarito
(desde Del Viso, provincia de Buenos Aires, la Argentina, el 12 de agosto de 1991, tras su lectura de las cinco obras teatrales que constituyen el volumen “Las Piezas de un Teatro” de Rolando Revagliatti –RundiNuskín Editor, Buenos Aires, 1991-)
Rolando:
El arte no está exento de peligros. Todo lo contrario, es un terreno sumamente peligroso. ¿No dice acaso la leyenda que el pintor chino Wu Daozi desapareció en la bruma de un paisaje que acababa de pintar? Construimos un mundo, pugnamos con mayor o menor eficacia por transmitir nuestras pulsaciones, nuestra respiración al Vacío que nos aguarda en forma de hoja en blanco, de escenario, de tela virgen. Y no creo que haya maniobra más riesgosa porque en ella se nos va la vida, en ella perdemos algo de nosotros mismos y con frecuencia el salario es mísero o sencillamente no existe. Pintamos la bruma y acabamos desapareciendo en esa bruma, como Orfeo tras Eurídice, sombras tras una respuesta, y tal vez ya no haya regreso, no hay regreso, porque del Infierno se sale con una respuesta o no se sale y la respuesta se niega como una rata fosforescente siempre adelante del gato.
Entre los chinos, el cuadro terminado es un universo en sí. Desenrollarlo (hecho que adquiere en la China ribetes sagrados) es desenrollar un mundo. Un poema, una obra de teatro son también mundos con leyes propias, con criaturas peculiares que son y no son nuestras y leer el poema o asistir a una obra de teatro es desenrollar un universo, confirmar una vez más que son espacios vivientes que, una vez desenrollados como una pintura, adquieren espesor y movimiento.
Por más que nos vistamos siempre, en el arte, estamos desnudos. Como Du Fu ante el Emperador, siempre –al escribir un poema o una obra de teatro- estamos harapientos o ni siquiera con harapos ante Eso que nos solicita más y más respiración, más y más latidos. Y aunque seamos nosotros, personas, con vanidad y orgullo, los que escribamos, siempre el arte nos envuelve con sus olas y llamas y sábanas y nos arrastra, confundidos y temblorosos, sin brújulas ni pronombres personales.
Tu libro manifiesta un universo, el tuyo. Pero, ambos lo sabemos, toda obra no acaba en sus vastos o exiguos límites. Sus pulsaciones, que son las pulsaciones del creador, se despegan de la hoja, de la tela, del escenario para sumergirnos en su magma, en su sustancia, que es siempre recién nacida. Si no fuese así sería imposible estar hablando de tu teatro, ya que es a causa de la prodigiosa particularidad que posee el arte de participar –a través de hilos conductores, de hilos desde su mundo hasta el mundo por lo Invisible-, de participar, dije, con sus movimientos de los movimientos de la realidad exterior es que puedo opinar, referirme a tu obra y no tengo que conformarme con ser sólo testigo de un fenómeno que empieza y acaba y se resuelve nada más que en los siempre estrechos límites del soporte.
Mientras leía tus obras pensaba en Kierkegaard. En su noción esencial de la existencia como un interminable diálogo con Dios hasta la disolución. Con un Dios absolutamente desconocido que alguna vez un poema mío concibió como sordo y ciego, ya que no posee oídos ni ojos de carne, no puede oír ni ver al hombre. Concepto que Sartre, en la misma dirección, transformara en un interminable diálogo del hombre con el hombre hasta la muerte del hombre. Creo que el monólogo no existe, nunca estamos hablando a nadie, quien habla solo habla consigo mismo, “espera hablar con Dios algún día”, dice Machado, y aquellos que encontramos en los cafés y en las estaciones hablando solos, en realidad le están hablando al mismo tiempo al Gran y Vasto y Profundo Vacío que es el mundo y se están hablando a sí mismos –como hacemos también nosotros cuando escribimos o pintamos o actuamos-, lo que resulta ser una misma cosa.
Tu teatro es, en ese aspecto, profundamente kierkegariano. Los personajes hablan consigo mismos todo el tiempo y no se trata de un ejercicio masturbatorio sino un acto desesperado. Creo que vivimos desde los días del filósofo danés, y más ahora que en esos días, un tiempo de diálogo abolido donde, ya ni hablemos del diálogo con los otros, el diálogo con nosotros mismos ya no existe o casi no existe. Más bien, si ese diálogo con nosotros mismos fuese recuperado, el diálogo con los otros automáticamente volvería a adquirir entidad. Si algo busca tu teatro, entre otras cosas, es la recuperación del diálogo del hombre consigo mismo, eso que el hombre ha olvidado del todo o casi del todo, y que se manifiesta en la lucha despiadada, desesperada de sus personajes que, por todos los medios de que disponen –siempre escasos, míseros, muy míseros- apelan a palabras que han sido vaciadas, despojadas de entidad, desgarradas en su centro, pero las únicas palabras posibles, y las gritan en medio del Vacío que es el mundo con el deseo de oír de sí mismos, de los otros una respuesta a sus preguntas, de poder por fin expresarse y que los demás le expresen de un modo más alto, pleno de significaciones.
Pero por ahora tus personajes –que son los míos también en mi poesía- reducen sus vidas –como nosotros– a un interminable hablar sin respuesta, sin respuesta de nosotros mismos y de los otros, apelando a las palabras que nos han dejado como única herencia y que, desinfladas como un odre seco, incapaces de dar vida, les pudren la lengua. Pero ellos, como nosotros, necesitan hablar y hablan, y al hacerlo desesperan, ya que sienten que están contribuyendo al Vacío y por ello es que -siempre en el límite- intentan devolverles a las palabras lo que les han quitado, el poder que les han quitado.
Hay que inventar un nuevo idioma. Éste ya está seco y desinflado y no comunica nada, sólo confirma la prepotencia del Vacío. Me parece que ese es el mensaje –odio hablar de mensaje, pero no encuentro otro término- de tu teatro. Pero, creo que tu obra no cae en ese error, esa invención no puede ser una mera acumulación de neologismos sin más, debe ser una invención que atienda estrechamente a las demandas de comunicación y relación del hombre, a la imperiosa demanda de un hombre que ya casi es un mísero productor de ondas de aire sin vida y no aquel hombre que al nombrar a las criaturas las despierta de sus profundos sueños de barro. Me parece que ese nuevo idioma está en éste y que lo que se necesita es trabajar en repotenciarlo, en cargarlo de significaciones, en repensar sus límites y alcances, en ponerlo a salvo de aquellos que están para vaciarlo, en convertirlo de nuevo en un vehículo apto para la comunicación, la relación y el acceso a niveles más altos del conocimiento. Y, sobre todo, Rolando, como un medio para la transformación de una realidad que está a punto de tragarnos para siempre. Aunque nos perdamos en la bruma habrá sido un intento, porque creo que no hay peor infierno del que no hace nada y deja que se lo coman las hormigas.
Todo esto está en tu teatro. Soy un becketteano apasionado y hay Beckett en tu propuesta, pero no un Beckett dictatorial, más bien hay un Beckett que propone algunos elementos que vos disponés sabiamente. En la escena, junto con otros elementos que son de tu propiedad. Además, ¿es posible hacer teatro en Occidente sin algún eco al menos de Beckett, o Adamov, o Ionesco, o Artaud, por citar a algunos? Es una pregunta que te hago y de la que adivino la respuesta.
En unas páginas de un filósofo francés llamado Luc Ferry encuentro una afirmación que quiero traer a estas líneas: “La obra ya no es el reflejo del mundo, sino una expresión del universo íntimo de su autor. Lo bello no es algo que es necesario descubrir, como en el pasado, sino algo que hay que inventar.” (Las cursivas son mías.) Creo que en el arte lo bello sigue siendo un concepto esencial, pero se trata de una belleza subjetiva, interior y, por lo tanto, que debe ser inventada y no descubierta, sí, pero también un modo diferente de la belleza, una belleza que estos tiempos exigen: desnuda, sangrante, furiosa, terrible. Una belleza que sólo cuenta con su carne, tantas veces violentada, y que ha pasado, no sin sufrir mengua sino todo lo contrario, por campos de concentración, tumbas colectivas, persecuciones, dictaduras, apartheid, y que persigue no sin dolores ni angustias la vida que se le escapa.
El arte, como el amor, nos hace maduros para enfrentar la vida y también para enfrentar la muerte. Quien no está maduro para la vida y la muerte es porque creyendo que hace arte sólo hace garabatos como un niño. Quien no asume la peligrosidad de hacer arte no hace arte, permanece en sus orillas sin atreverse a entrar en el agua y por lo tanto no nada. Sos un nadador, Rolando, que no tiene miedo de ahogarse. Desenrollás tu mundo y que pase lo que tenga que pasar, que la niebla te envuelva, que el mar te arrastre contra las rocas.
Hablás no de modo automático sino por un motivo distinto y que es fruto de una íntima e insoportable carga que tenés adentro. A partir de eso se desatan todos los peligros.
Edición electrónica de ‘Las piezas de un teatro’: http://www.revagliatti.com/piezas.html
“Comida”
Rolando Revagliatti
Personaje Único: HOMBRE
INDUMENTARIA: Camisa, pantalón, chinelas, delantal de cocina.
ESCENARIO:
- a) Una silla contra la pared del escenario que queda a izquierda del espectador.
- b) Una mesa en proscenio.
- c) Un combinado a izquierda del espectador.
INDICACIONES: Durante toda la representación, discos de 78 R.P.M. giran y caen al plato del tocadiscos. Lo más que el espectador oye de ellos es el ruido que produce cada disco al caer. Por el parlante del combinado se oye desde bastante antes de que se ilumine el escenario, y comience la acción, la voz del HOMBRE. El HOMBRE no presta atención al combinado.
ACCION DETALLADA:
El escenario iluminándose muy lentamente.
Transcurridos algunos instantes, aparece el HOMBRE por derecha del espectador. Trae un mantel que pone en la mesa, así como una servilleta. Ubica la servilleta como para sentarse “de frente” al espectador. Se lo ve contento y en paz. Todas sus entradas y salidas las efectúa por derecha. Trae de la “cocina” elementos que coloca sobre la mesa. Dicha “cocina” no está en absoluto sugerida escenográficamente. Sale.
Entra trayendo grisines, pan, manteca y sal. Sale.
Entra trayendo la frutera y un huevo duro sin descascarar en un platito. Sale.
Entra trayendo los cubiertos y el aparato que sujeta los frascos de aceite y de vinagre. Ubica los elementos sobria y aplicadamente. Elige el mejor sitio para cada cosa. Sale.
Entra trayendo una mesita rodante, sobre la que hay una sopera con su cucharón, platos, una botella de un cuarto litro de vino blanco, un sifón, una copa y un sacacorchos. Pone sobre la mesa el vino, la soda, la copa, el sacacorchos y un plato hondo. Sale.
Entra trayendo un plato con buñuelos. Y una ensalada. Y un sobre con queso rayado. Sale.
Entra trayendo otros elementos, en fin, algún condimento, pickles, escarbadientes. En su última entrada desde la cocina, aparece ya sin el delantal.
Va hasta donde está la silla. La toma. La lleva hasta la mesa y se sienta.
Descascara el huevo, lo sala. Pone manteca sobre una rodaja de pan. Echa sal sobre la rodaja. Prepara la ensalada. Lustra alguna manzana. Descorcha la botella de vino. Se sirve vino. Sin soda. Se sirve la sopa, que está sumamente caliente. Revuelve la sopa. Sopla el humito. Le echa queso. Vuelve a soplar. Le echa pedacitos de pan. Revuelve. Pincha la lechuga.
El tenedor llega muy cerca de la boca, pero no puede abrirla. Deja la lechuga en la ensaladera.
Agrega aceite. Revuelve la ensalada.
Lleva el vaso de vino a sus labios. Estos no se abren. Se le vuelca un poco encima. Deja el vaso en la mesa.
Toma la rodaja de pan con manteca. Intenta morderla. No puede. Va violentándose. Deja la rodaja en la mesa.
Toma el huevo duro. Intenta morderlo. No puede. Va crispándose. Se le tensan los brazos y las manos y los dedos. Deja el huevo en el platito.
Toma el cuchillo. Corta el huevo en rodajitas sobre la ensalada.
Toma nuevamente el vaso de vino. No puede beberlo. Lo deja.
Pone un dedo sobre la tapa agujereada del salero, y lleva ese dedo con algún granito de sal hasta su lengua.
Intenta que la cuchara con sopa pase por sus labios. Estos se abren, pero no sus dientes. Tira la cuchara en el plato.
La crispación del HOMBRE va en aumento: vuelca cosas al suelo, se sube a la mesa, toma el sifón, apunta el pico del sifón a la sien y vigorosamente se dispara un chorro de soda, en simultánea con apagón.
VOZ DEL HOMBRE: Las monjas me asustan. No las quiero. No las entiendo. Sólo las deseo. Digo yo. Digo que digo yo. Ahora. (Pausa.) Puedo apenas flexionar las rodillas. Pero soy el primero cuando se trata de correr. Trancos largos, gráciles, y lo mejor es cuando no toco el suelo. ¿Al reformatorio yo?… ¡¿Tan chiquito?! ¡¿Es para tanto…?! ¡¿Al juez de menores…?! (Pausa.) ¡¿Tan chiquito?! (Pausa.) Al fútbol soy un aguerrido cobardón. Un “maleta” a puro taponazo, que se arrebata frente a la pelota, que pega de “puntín” y si va en buena dirección: es gol. La tienen que ir a buscar a la luna. “¡Eh, maleta, mirá dónde la mandaste!”: cuando no iba a parar a la luna. “¿¡Pero estás loco vos!?… ¡Ahora andá a buscarla!” Y corría, asumía mi brutalidad, mis accesos de cretinismo. (Pausa.) Soy un buen “fulbac”. (Pausa.) Lo que me mata son las balas que no disparé. Te hice poner mal, papá, cuando te dije que yo sé lo que hago, que no quiero consejos, que prefiero equivocarme solo. Esa no era una buena respuesta para vos. Un hijo debe aceptar la guía, la conducción: el jefe de la familia. (Pausa.) Al eclipse lo quiero esperar despierto. En la mesa no se lee. Ponete derecho, mirá esa espalda, te vamos a comprar el aparato. No será con imposiciones que creceré, no será con monjas ni con amenazas. Mi mamá me mima, me baña o me regaña. Mi mamá me quiere que más no se puede, pero yo no lo sé bien.
Se oye algún trozo de canción silbada. Y algunos trinos y “bichos feos” ejecutados también con la técnica del silbido.
Leo y escribo a los cuatro años. Y tres por una tres. Pero canto tan mal, tan mal… ¿Cuándo no canto? ¿Cuándo no estoy tirado contra la pared haciendo la orquesta? Haciendo voces, pero no la mía. ¡Mi voz verdadera es ésta, señores! (Pausa.) Si hago alguna acción mala algo malo me va a pasar. Mi pie derecho es fuerte, valeroso. Pero el débil gana, el amedrentado. Eso es la justicia. La mano izquierda se sobrepone y en el último momento, próxima a quedar ampliamente derrotada, un instante antes de sobrevenir la extenuación, descompuesta por el sufrimiento, da vuelta la cosa: vence, vence para siempre y siempre será así. He reglamentado, he estipulado, he concordado. Má’ qué tanta vitamina, qué tanta “be doce”, qué tanto pancito adentro de la sopa. Papá, que nunca fue papá, tal vez “pa” algunas veces, me pega con la mano abierta porque no deseo ingerir. Y en público. Mamá, mami, “ma” y después nada, me casca por hacer uso indebido del bidé. Yo someto a las hormigas y me fascino con los caracoles. Por bellos y por peculiares.
Pausa.
(Imita a Pepe Arias): ¡¿Qué hacés, “amomabado”?! ¡Pero prestá atención con esa palangana! ¡A ver si me tirás encima el agua jabonosa! ¡Mucho cuidadito con la percha! ¡Yo soy de verdad, chitrulo! ¡Y cuando quieras parlotear conmigo me pedís audiencia! “¡Amomabado!”
Pausa.
(Prosigue con su propia voz.) Todos los agostos viene la parca por casa. Viene, ronda, guadañea, hace lo posible, oxígeno para la abuela, médicos, profesores, remedios y penicilina. Y yo me voy a dormir con mi mamá. Pero se va. Después de revolverlo todo, se va. No gana, desiste; dice hasta lueguito. De todos modos alguien muere siempre en agosto. Mientras escribo con pedazos de tiza, me aseguro los pantalones, voy a buscar el pan ensartado en las sandalias paraguayas. La hicimos hablar bastante en casa a la parca, sin embargo. Nos discurseaba con ese olor a frazada pringosa, nos susurraba…: volvé. ¿Por qué volvé? ¿A dónde? (Pausa.) No será instándome a ver quién vacía primero cada plato que comeré. Ni me subyugarán con monedas. Ni con nada. ¿O se creen que un chico no entiende? ¿Que no huele, no oye, no siente, no piensa, no ve, no necesita? ¿Que uno es un escudito familiar, un accesorio? Un símbolo. La ropa se me calma. Soy carne de piletón. Terapia de fascineroso para un nervioso. ¡Upa-la-laaa! Agüita fresca y el alma se me chorrea. ¿¡Pero no me ven, nadie se da cuenta de que eso es una perversión, una porquería!? ¡Me mojan las agallas! ¡Qué mierda, no soy un pescado! ¡Déjenme ser alguna cosa! ¡Ah, no se atreven, eeeeehhh! Se van a visitar enfermos, por eso me quedo jugando al “rumi”. Tan bien vestidos, con cara de “volvemos temprano, ponete el piyama”. ¡Qué manera de tenerme miedo, de tirarme todo ese miedo encima! Pero cómo: ¡¿el hijo de la dueña de la pensión le pide a los reyes mediante consabida y respetuosa carta la recepción de un autito, de esos para meterse adentro, y aparece un triciclo?! Un triste triciclo. ¿Un simple triciclo?… ¡¿Todo este triciclo para mí?! Mientras tanto al hijo de una pensionista le aparece un autito. ¡Y juega con él! ¡Y anda!… ¿Quién mira por la ventana del aula del colegio? Yo. Aunque no haya pajaritos. ¿Quién llega como una tromba haciéndose encima? Yo. ¿Quién se ubica en las fiestas debajo de la mesa a la hora de los cuentos verdes? Yo. ¿Quién se embucha a los seis meses de su propio nacimiento, media pastillita de sedante? Yo. ¿Quién mira revolotear a los pajaritos, que no hay, a través de la ventana del aula del colegio? ¡Yo, señores, yo! ¿Quién si no yo?: el más dócil ¡y el más bueno!!
Pausa.
Imita a una orquesta típica. Canta la primera estrofa del vals de Gerónimo y Antonio Sureda: “Ilusión Marina”.
Era la hija del viejito guarda faro
la princesita de aquella soledad,
y le decían con amor los pescadores
que era la perla más bonita y blanca que guardaba el mar.
Fue para ella que cantaron los marinos
que cruzaban las serenas aguas huérfanas de amor,
y en sus cantos llenos de cariños siempre le decían
que brillaban sus ojos más que el faro y el sol.
Pausa.
Las mellizas eran cariñosas conmigo. Batían la clara de los huevos con un tenedor, le echarían azúcar, vaya a saber, era rico, yo me lo comía. Me acariciaban, hablaban de sí, se sacaban la ropa. El de las fotos con las mujeres desnudas en las paredes y en los portarretratos escuchaba música clásica a todo lo que da. Cuando la hermana y la madre venían a visitarlo, las paredes quedaban barridas, lo más un almanaque. Ese también se sacaba la ropa delante mío. La pelota seborreica era servicial. Hedía, dormía doce horas, y excepto los discos, ni un ruidito. Yo le llevaba el café con leche a la cama a Blanca, la chica de la pieza del fondo, la que trabajaba de noche, después supe de qué, que a mí me gustaba tanto, tan sugerente. Arreglaba enchufes la pelota, soldaba caños, ajustaba baldosas y cambiaba cueritos. Se sonreía con significado. Blanca estaba muy bien, me perturbaba su existencia: mi saber que debajo de su ropa, ella estaba toda.
Se oye unas cuatro veces la repetición de las tres últimas palabras. Inmediatamente después se oye: “Mi saber que debajo de su ropa ella estaba toda”. Luego se oye la palabra “toda”, varias veces, como si se vitorease a un equipo de fútbol.
Pausa.
Calenturiento, calenturiento, ¿por qué rellenaron los agujeritos de aquella segunda puerta del baño grande, la que estaba trabada, la que daba directo a la pieza en la cual alguien siempre dormía? ¿Por qué le pegaban con el cinturón y a veces con la hebilla del cinturón, a Norma? ¿Por qué yo oía los gritos del amor y del dolor? ¿Por qué aquella plancha se deslizó hasta tu mano? ¿Por qué me acuerdo de tu comunión con la manteca?… ¿Qué es esto? ¿Qué estoy diciendo? Yo hubiera querido espiar por los agujeritos. ¡Oh, la bañadera! Todos habíamos desfilado por allí.
Pausa.
Recomienza el texto escuchado hasta que cesa con el apagón.