Número de edición 8125
Cultura

“Las Piezas de un Teatro”

Pequeño dossier sobre ‘Las piezas de un teatro’ de Rolando Revagliatti (RundiNuskín Editor, Buenos Aires 1991)

“Las Piezas de un Teatro”

 PRÓLOGO para el libro “Las Piezas de un Teatro” (conformado por las piezas teatrales ‘Travesía’, ‘Comida’, ‘La cabeza’, ‘Chiste triste’ y ‘Lo llamaremos por el numerito’)

 “REDUNDIO = GERUNDIO EN REDONDO”

por Germán González Arquati

Según el Pequeño Larousse Ilustrado, ROLAR quiere decir dar vueltas en redondo. Su gerundio es ROLANDO, esto es dando vueltas en redondo (galicismo).

RE-VA: va y va. Sin volver. Español castizo.

GLI ATTI: los actos, más tano que los tallarines.

ROLANDO REVAGLIATTI: El que dando vueltas en redondo va y va sobre los actos.

A Mandrake le serrucharon el cráneo. Tuvo buena cicatrización. Su magia consiste en convocar frases que provocan la penumbra y la oscuridad.

Fragmentos de Rolando que va y vuelve a ir sobre los actos: ahí están para muestra el Caballero Español con su invitación programada que siempre fracasa, la mujer que talla en jabón y repite su frase: “Nosotras no la matamos. Se murió sola.” El Hombre que se suicida con lo suyo comete actos comentado por un parlante que repite su mensaje hasta que termine de trajinar y suceda el apagón final. Alguien abre los dedos, embalsa arena fina y la deja libanizar (justo en el momento en que Mandrake anuncia: “No es tanto el dolor, sino que sangra.”). El mago Mandrake sangra y sus palabras mediatizan la realidad, la realidad, la realidad…

El Hombre que bracea sobre la mesa no deja de tener razón cuando sentencia entre brazada y brazada: “¡Qué capítulo, señor, escribiríamos todos si no tuviéramos que remar!…” La luna como una pastilla de Alka Seltzer cuelga de un hilo de coser, pero el Hombre ni la mira y además la tutea como una vulgar trotacalles.

Cosa de nunca acabar y de nunca empezar. Se gasta lo que hay y no existe ningún relevamiento sobre lo que aún queda en el ovillo. Ellos dialogan sobre imponderables. ¡Qué lujuria senil! El mundo destila lujuria senil. El viejito se dormirá con el numerito ROLANDO entre sus dedos que luego caerá de sus dedos. Todo caerá despacio como si se precipitaran bulones de goma. El Ángel cubre a los niños con su sábana blanca, para ocultar sus juegos eróticos. Los niños nunca duermen: “Le hundimos los bichitos en el agua. Le cantamos el bolero.” Nada termina.

Re-va. Va y vuelve a ir. No regresa. No hay vuelta para volver a ir. Es el que va dos veces. El que no conoce el viaje de vuelta: jinete que cabalga únicamente corceles que van. Dando vueltas en redondo porque SOLAMENTE SE PUEDE IR DOS VECES HACIENDO VIAJES EN REDONDO. No hay otra manera de ir y volver a ir sin volver, que haciendo viajes en redondo (ROLANDO: dando vueltas en redondo). La fatalidad de llamarse de una manera también es un viaje de ida. Pongámonos nostálgicos: la vida es esencialmente un viaje de ida (la palabra misma lo contiene: vida).

Seres trasnochados sorprendidos por sus propios textos que viajan en góndolas oscuras en medio de tempestades de utilería. Las palabras son ganglios que gotean y supuran incertidumbre. El derrumbe se produce en sordina y los pesca a todos enzarzados en pensamientos que no descansan, amotinados en la misma nuca, expresados turbiamente con una claridad aterradora. Hay luces curvas y torvas que vaporizan la escena. Sería mucho simplificar decir que estamos asistiendo a un drama psicoanalítico, pero “por algo será”.

Teatro redondo que se regodea en no avanzar, eludiendo la perentoriedad del conflicto, porque es conflicto en sí mismo. Para sí. Para no. Para ni. Para so. Se da el fenómeno de asistir a un curso de acciones sin futuro, que obliga a no alentar expectativas. La acción se agota en sí misma y a menudo no es antecedente ni consecuente. Teatro sin futuro. Teatro optimista.

El lenguaje no apela a los sentimientos sino a la tiranía caprichosa de las ideas que bullen en la nuca. La palabra es portadora de acción: es acción en sí misma y nunca ilustra ni comenta la acción física de los personajes. No nos pongamos pedantes. Los hombres y las mujeres hablan de cosas íntimas, fuleras, callosas, vergonzantes. Parecen desandar continuamente el tiempo, ese tiempo que se desplaza por las ventanillas de los trenes y queda embolsado en el furgón de cola. Uno siente que detrás hay una sala de espera de mayólica, con salivaderas de hierro enlozado, higienizadas con creolina. Humor viciado por la falta de aire, por el olor del sexo que surte entre las enaguas. La pobre humanidad retrocediendo cualquier cantidad de pasos, descuajada, errática, agolpada entre las dos caras de un vidrio opacado por la fina lluvia de otoño.

Pero por ventura está la pietá. El descenso de la cruz. La lánguida eternidad abandonada en brazos de la madre adolorida. ¡Pobrecitos! Se la pasan llorando sangre, tendiendo la mano al padre ausente, amarrados a las tetas de la madre omnipresente. Las palabras circulan, se atropellan, chocan, estallan, brincan entre los hombres y mujeres que degradan la escena. Se vive entre los socavones de la conciencia. El mundo exterior aparece tan deformado que ni es ridículo. Más bien todo lo visible aparece patético sin que nadie haga nada para que lo sea. Todos los personajes hablan con la cabeza en la mano. Todos terminan encallando y preguntándose a pesar de sí mismos: “¿Qué hago yo conmigo ahora? ¿Qué hago yo conmigo ahora?…” “Me falta la cabeza…” “Los fantasmas vienen a caballo. Diversos. Nunca llegan y siempre vienen.” Esto hay que leerlo y archivarlo en la frente. Si uno lo ve, tal como sucede con las imágenes visuales, las palabras que uno oye viéndolas pasan como esos “fantasmas diversos”. No vienen ni llegan. Pasan. Y el teatro no es un libro que se puede volver atrás. Lo cual es una verdadera lástima. Porque sería hermoso que en la representación cada espectador pudiera parar el espectáculo, hacerlo regresar a un tramo que desea retener o regozar y luego saltar hasta el hiato. Peligroso. Muy peligroso. Eso sería volver a ir, pero no en redondo. Y entonces Revagliatti no tendría nada que ver con esta operación, más que nada por llamarse Rolando.


 A modo de Epílogo

 “EFEC­TOS DE UNA TEA­TRA­LI­DAD MANIFIES­TA”

por Die­go Mi­leo

En­trar en el mun­do de cla­ves del tea­tro de Re­va­gliat­ti es ac­ce­der a una po­si­bi­li­dad que no se ago­ta en la lec­tu­ra de es­tos tex­tos mul­ti­pli­ca­dos en su tex­tua­li­dad, don­de lo es­cé­ni­co se con­vier­te en un de­sa­fío. ¿De dón­de sur­gen esos se­res mi­tad es­pe­jis­mo mi­tad co­ti­dia­nei­dad que pue­blan es­tas his­to­rias de lo­cu­ra, fu­ria, co­mi­ci­dad y muer­te? Los te­rri­to­rios de lo ima­gi­na­rio tie­nen su pro­pia ace­le­ra­ción, su pro­pio en­tra­ma­do des­do­blán­do­se en jue­gos que no ce­den su en­cla­ve ni su iden­ti­dad. ¿Qué es en­ton­ces “Tra­ve­sía” si­no una for­ma de far­sa im­po­si­ble? Mu­jer “ser­vi­do­ra de es­ce­na” acla­ra Re­va­gliat­ti, co­mo si pu­die­ra ser otra co­sa en la es­cla­vi­tud de la pa­la­bra di­cha. O “Co­mi­da”, don­de el hom­bre es rey, in­di­ca­cio­nes del au­tor que re­mi­ten al ver­da­de­ro ar­gu­men­to (por­que la ver­da­de­ra his­to­ria es­tá en la in­di­ca­ción y no en lo in­di­ca­do). Mez­cla de es­pec­tros que unen a “mon­ja”, “hi­jo”, “mo­zo” o “ca­ba­lle­ro es­pa­ñol” (así, sin el ar­tícu­lo pa­ra que la pre­ci­pi­ta­ción sea ma­yor) en la ex­tra­ña ma­qui­na­ria que se ti­tu­la “Chis­te Tris­te”. De­no­mi­na­cio­nes que no ce­san: “sen­ci­lla”, “li­te­ra­ta”, “ado­les­cen­te vo­lup­tuo­sa”, “ven­de­dor de es­pi­ra­les”. De ahí, que el se­cre­to es­tá a la vis­ta (más exac­ta­men­te en los bor­des del afue­ra) y no va­le nin­gu­na in­ter­pre­ta­ción del tex­to, es­to se­ría lo fá­cil, lo inú­til, lo pre­vi­si­ble. Con­vie­ne bus­car las raí­ces de lo ima­gi­na­rio en la cor­te­za mis­ma pa­ra así po­der sa­car el di­se­ño des­de den­tro del pai­sa­je.

El “es­pec­ta­dor-lec­tor” no de­be caer en sus pro­pias tram­pas que aso­lan los re­co­rri­dos de la obra re­va­glia­ten­se.

Se su­ce­den en­ton­ces, en es­te li­bro de uni­dad mi­na­da, to­das las es­ce­nas que el au­tor no de­se­cha en la es­truc­tu­ra fi­nal.

¿Por qué de­cir que es­to que Re­va­gliat­ti es­cri­be es só­lo tea­tro? ¿No se­ría más jus­to lla­mar­las “vi­sua­li­za­cio­nes” del len­gua­je? ¿En­tre­jue­gos? ¿Sue­ños? ¿Va­ci­la­cio­nes del al­ma? ¿Fá­bu­las per­ver­sas?

Es­pe­cu­la­cio­nes de es­te es­cri­to que “se pe­ga” al li­bro co­mo una fal­sa pis­ta, úl­ti­mo es­pas­mo ar­ti­fi­cio­so de la men­te. Pa­la­bras que quie­ren ce­rrar al­go pe­ro ter­mi­nan por rei­ni­ciar el tex­to. ¿In­fluen­cias? Las me­jo­res: el sín­dro­me becketteano mi­na las pa­la­bras de R.R. co­mo una siem­bra im­po­si­ble. Aho­ra só­lo que­da vol­ver a le­er, o par­ti­ci­par de la no­che po­lar de la lec­tu­ra de lo eva­nes­cen­te, la pe­sa­di­lla del más des­pier­to, la úl­ti­ma “fin­ta” al bor­de del in­fier­no.

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A modo de Epílogo

  “NO­TAS AL PIE DEL ES­CE­NA­RIO”

por Dul­ce Sua­ya

“Las Pie­zas de un Tea­tro”: Tea­tro que aglu­ti­na y en­vuel­ve a las pie­zas co­mo a cír­cu­los con­cén­tri­cos que se bo­rran re­cí­pro­ca­men­te has­ta el lí­mi­te de la cir­cun­fe­ren­cia.

Aus­cul­ta el dra­ma­tur­go sus per­so­na­jes, los ma­ni­pu­la, los hien­de, y la pa­ra­do­ja es que pro­vo­ca, sin em­bar­go, efec­tos de ais­la­mien­to y de le­ja­nía. La iro­nía, to­no de una cons­tan­te, atra­vie­sa per­so­na­jes y pa­la­bras.

Sin­gu­la­ri­dad de una es­cri­tu­ra que mar­ca la pre­va­len­cia del es­ce­na­rio. Las in­di­ca­cio­nes y aco­ta­cio­nes ri­gu­ro­sas, im­pe­ra­ti­vas, que tien­den a de­li­near ese bor­de, so­me­ten y su­plen la es­ce­na pro­pia­men­te di­cha. El re­cur­so que se im­ple­men­ta pa­ra al­can­zar la do­mi­nan­cia del es­ce­na­rio, con­sis­te en pro­po­ner fi­gu­ras es­ta­tua­rias, con­ge­la­das, do­ta­das de una mo­vi­li­dad ro­bó­ti­ca.

La ra­cio­na­li­dad de una ló­gi­ca irra­cio­nal en apa­rien­cia, se des­ci­fra con la fun­ción del ca­ta­le­jo, el que apro­xi­ma la “afó­ni­ca” re­pre­sen­ta­ción al es­pec­ta­dor, quien tie­ne el ojo si­tua­do más allá del ám­bi­to tea­tral.

“Ban­que­te ne­cro­fí­li­co cu­yo me­nú es pa­pá.”

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 TEATRO DE LA “LOCA VERDAD”

por Daniel Terzano

“Las Piezas de un Teatro”, de Rolando Revagliatti (RundiNuskín, Buenos Aires, la Argentina, 1991, 102 páginas). Comentario de Daniel Terzano aparecido en la sección Libros del Suplemento “Cultura y Nación” del periódico “Clarín” de la ciudad de Buenos Aires, el 8.8.1991.

En Las Piezas de un Teatro, Rolando Revagliatti transita con éxito un camino riesgoso. La estética del absurdo (el automatismo surrealista sería otro caso) ha tentado a muchos con su engañoso “vale todo”. El pecado resultante, en general, es la tontería.

En cambio, los que saben que para hacer teatro no basta con amontonar extrañezas sobre un escenario, han abierto una visión alternativa, no naturalista, del drama humano. Revagliatti, felizmente, pertenece a este segundo grupo.

Sus obras nos hablan de la soledad, de la incomunicación y el desencuentro, y de ese terrible vacío que todos, alguna vez, sentimos latir allí donde nos habían garantizado un alma. Para ello hace vagar por las piezas de su teatro a personajes sin nombre (o tal vez, a la inversa, tan sólo nombres, nombres genéricos, tan abarcativos que al fin nada representan: “hombre”, “mujer”, “anciano”, “pelirroja”, “jesuita”…). Esas identidades en grado cero monologan sin percibirse unas a otras, o hablan por citas, o se retraen y callan, o dialogan entre sí con la calidez y coherencia con que podrían hacerlo muñecos de cera encerrados en cajas de vidrio.

En muchas de sus escenas, lo cómico asciende hasta ese nivel límite cuyo efecto final no es la risa, y en todo momento la honorable razón resulta burlada. Lo que no se encontrará en estos textos son gestos superfluos, rebuscamientos gratuitos.

Como escribió Tolst: “Todo esto es locura, pero todo es verdad”.


“LAS PIEZAS DE TU TEATRO”

por Carlos Barbarito

 

(desde Del Viso, provincia de Buenos Aires, la Argentina, el 12 de agosto de 1991, tras su lectura de las cinco obras teatrales que constituyen el volumen “Las Piezas de un Teatro” de Rolando Revagliatti –RundiNuskín Editor, Buenos Aires, 1991-)

Rolando:

El arte no está exento de peligros. Todo lo contrario, es un terreno sumamente peligroso. ¿No dice acaso la leyenda que el pintor chino Wu Daozi desapareció en la bruma de un paisaje que acababa de pintar? Construimos un mundo, pugnamos con mayor o menor eficacia por transmitir nuestras pulsaciones, nuestra respiración al Vacío que nos aguarda en forma de hoja en blanco, de escenario, de tela virgen. Y no creo que haya maniobra más riesgosa porque en ella se nos va la vida, en ella perdemos algo de nosotros mismos y con frecuencia el salario es mísero o sencillamente no existe. Pintamos la bruma y acabamos desapareciendo en esa bruma, como Orfeo tras Eurídice, sombras tras una respuesta, y tal vez ya no haya regreso, no hay regreso, porque del Infierno se sale con una respuesta o no se sale y la respuesta se niega como una rata fosforescente siempre adelante del gato.

Entre los chinos, el cuadro terminado es un universo en sí. Desenrollarlo (hecho que adquiere en la China ribetes sagrados) es desenrollar un mundo. Un poema, una obra de teatro son también mundos con leyes propias, con criaturas peculiares que son y no son nuestras y leer el poema o asistir a una obra de teatro es desenrollar un universo, confirmar una vez más que son espacios vivientes que, una vez desenrollados como una pintura, adquieren espesor y movimiento.

Por más que nos vistamos siempre, en el arte, estamos desnudos. Como Du Fu ante el Emperador, siempre –al escribir un poema o una obra de teatro- estamos harapientos o ni siquiera con harapos ante Eso que nos solicita más y más respiración, más y más latidos. Y aunque seamos nosotros, personas, con vanidad y orgullo, los que escribamos, siempre el arte nos envuelve con sus olas y llamas y sábanas y nos arrastra, confundidos y temblorosos, sin brújulas ni pronombres personales.

Tu libro manifiesta un universo, el tuyo. Pero, ambos lo sabemos, toda obra no acaba en sus vastos o exiguos límites. Sus pulsaciones, que son las pulsaciones del creador, se despegan de la hoja, de la tela, del escenario para sumergirnos en su magma, en su sustancia, que es siempre recién nacida. Si no fuese así sería imposible estar hablando de tu teatro, ya que es a causa de la prodigiosa particularidad que posee el arte de participar –a través de hilos conductores, de hilos desde su mundo hasta el mundo por lo Invisible-, de participar, dije, con sus movimientos de los movimientos de la realidad exterior es que puedo opinar, referirme a tu obra y no tengo que conformarme con ser sólo testigo de un fenómeno que empieza y acaba y se resuelve nada más que en los siempre estrechos límites del soporte.

Mientras leía tus obras pensaba en Kierkegaard. En su noción esencial de la existencia como un interminable diálogo con Dios hasta la disolución. Con un Dios absolutamente desconocido que alguna vez un poema mío concibió como sordo y ciego, ya que no posee oídos ni ojos de carne, no puede oír ni ver al hombre. Concepto que Sartre, en la misma dirección, transformara en un interminable diálogo del hombre con el hombre hasta la muerte del hombre. Creo que el monólogo no existe, nunca estamos hablando a nadie, quien habla solo habla consigo mismo, “espera hablar con Dios algún día”, dice Machado, y aquellos que encontramos en los cafés y en las estaciones hablando solos, en realidad le están hablando al mismo tiempo al Gran y Vasto y Profundo Vacío que es el mundo y se están hablando a sí mismos –como hacemos también nosotros cuando escribimos o pintamos o actuamos-, lo que resulta ser una misma cosa.

Tu teatro es, en ese aspecto, profundamente kierkegariano. Los personajes hablan consigo mismos todo el tiempo y no se trata de un ejercicio masturbatorio sino un acto desesperado. Creo que vivimos desde los días del filósofo danés, y más ahora que en esos días, un tiempo de diálogo abolido donde, ya ni hablemos del diálogo con los otros, el diálogo con nosotros mismos ya no existe o casi no existe. Más bien, si ese diálogo con nosotros mismos fuese recuperado, el diálogo con los otros automáticamente volvería a adquirir entidad. Si algo busca tu teatro, entre otras cosas, es la recuperación del diálogo del hombre consigo mismo, eso que el hombre ha olvidado del todo o casi del todo, y que se manifiesta en la lucha despiadada, desesperada de sus personajes que, por todos los medios de que disponen –siempre escasos, míseros, muy míseros- apelan a palabras que han sido vaciadas, despojadas de entidad, desgarradas en su centro, pero las únicas palabras posibles, y las gritan en medio del Vacío que es el mundo con el deseo de oír de sí mismos, de los otros una respuesta a sus preguntas, de poder por fin expresarse y que los demás le expresen de un modo más alto, pleno de significaciones.

Pero por ahora tus personajes –que son los míos también en mi poesía- reducen sus vidas –como nosotros– a un interminable hablar sin respuesta, sin respuesta de nosotros mismos y de los otros, apelando a las palabras que nos han dejado como única herencia y que, desinfladas como un odre seco, incapaces de dar vida, les pudren la lengua. Pero ellos, como nosotros, necesitan hablar y hablan, y al hacerlo desesperan, ya que sienten que están contribuyendo al Vacío y por ello es que -siempre en el límite- intentan devolverles a las palabras lo que les han quitado, el poder que les han quitado.

Hay que inventar un nuevo idioma. Éste ya está seco y desinflado y no comunica nada, sólo confirma la prepotencia del Vacío. Me parece que ese es el mensaje –odio hablar de mensaje, pero no encuentro otro término- de tu teatro. Pero, creo que tu obra no cae en ese error, esa invención no puede ser una mera acumulación de neologismos sin más, debe ser una invención que atienda estrechamente a las demandas de comunicación y relación del hombre, a la imperiosa demanda de un hombre que ya casi es un mísero productor de ondas de aire sin vida y no aquel hombre que al nombrar a las criaturas las despierta de sus profundos sueños de barro. Me parece que ese nuevo idioma está en éste y que lo que se necesita es trabajar en repotenciarlo, en cargarlo de significaciones, en repensar sus límites y alcances, en ponerlo a salvo de aquellos que están para vaciarlo, en convertirlo de nuevo en un vehículo apto para la comunicación, la relación y el acceso a niveles más altos del conocimiento. Y, sobre todo, Rolando, como un medio para la transformación de una realidad que está a punto de tragarnos para siempre. Aunque nos perdamos en la bruma habrá sido un intento, porque creo que no hay peor infierno del que no hace nada y deja que se lo coman las hormigas.

Todo esto está en tu teatro. Soy un becketteano apasionado y hay Beckett en tu propuesta, pero no un Beckett dictatorial, más bien hay un Beckett que propone algunos elementos que vos disponés sabiamente. En la escena, junto con otros elementos que son de tu propiedad. Además, ¿es posible hacer teatro en Occidente sin algún eco al menos de Beckett, o Adamov, o Ionesco, o Artaud, por citar a algunos? Es una pregunta que te hago y de la que adivino la respuesta.

En unas páginas de un filósofo francés llamado Luc Ferry encuentro una afirmación que quiero traer a estas líneas: “La obra ya no es el reflejo del mundo, sino una expresión del universo íntimo de su autor. Lo bello no es algo que es necesario descubrir, como en el pasado, sino algo que hay que inventar.” (Las cursivas son mías.) Creo que en el arte lo bello sigue siendo un concepto esencial, pero se trata de una belleza subjetiva, interior y, por lo tanto, que debe ser inventada y no descubierta, sí, pero también un modo diferente de la belleza, una belleza que estos tiempos exigen: desnuda, sangrante, furiosa, terrible. Una belleza que sólo cuenta con su carne, tantas veces violentada, y que ha pasado, no sin sufrir mengua sino todo lo contrario, por campos de concentración, tumbas colectivas, persecuciones, dictaduras, apartheid, y que persigue no sin dolores ni angustias la vida que se le escapa.

El arte, como el amor, nos hace maduros para enfrentar la vida y también para enfrentar la muerte. Quien no está maduro para la vida y la muerte es porque creyendo que hace arte sólo hace garabatos como un niño. Quien no asume la peligrosidad de hacer arte no hace arte, permanece en sus orillas sin atreverse a entrar en el agua y por lo tanto no nada. Sos un nadador, Rolando, que no tiene miedo de ahogarse. Desenrollás tu mundo y que pase lo que tenga que pasar, que la niebla te envuelva, que el mar te arrastre contra las rocas.

Hablás no de modo automático sino por un motivo distinto y que es fruto de una íntima e insoportable carga que tenés adentro. A partir de eso se desatan todos los peligros.

 


 

Edición electrónica de ‘Las piezas de un teatro’: http://www.revagliatti.com/piezas.html

 “Co­mi­da”

Rolando Revagliatti

Personaje Único: HOMBRE

INDUMENTARIA: Camisa, pantalón, chinelas, delantal de cocina.

ESCENARIO:

  1. a) Una silla contra la pared del escenario que queda a izquierda del espectador.
  2. b) Una mesa en proscenio.
  3. c) Un combinado a izquierda del espectador.

INDICACIONES: Durante toda la representación, discos de 78 R.P.M. giran y caen al plato del tocadiscos. Lo más que el espectador oye de ellos es el ruido que produce cada disco al caer. Por el parlante del combinado se oye desde bastante antes de que se ilumine el escenario, y comience la acción, la voz del HOMBRE. El HOMBRE no presta atención al combinado.

ACCION DETALLADA:

El escenario iluminándose muy lentamente.

Transcurridos algunos instantes, aparece el HOMBRE por derecha del espectador. Trae un mantel que pone en la mesa, así como una servilleta. Ubica la servilleta como para sentarse “de frente” al espectador. Se lo ve contento y en paz. Todas sus entradas y salidas las efectúa por derecha. Trae de la “cocina” elementos que coloca sobre la mesa. Dicha “cocina” no está en absoluto sugerida escenográficamente. Sale.

Entra trayendo grisines, pan, manteca y sal. Sale.

Entra trayendo la frutera y un huevo duro sin descascarar en un platito. Sale.

Entra trayendo los cubiertos y el aparato que sujeta los frascos de aceite y de vinagre. Ubica los elementos sobria y aplicadamente. Elige el mejor sitio para cada cosa. Sale.

Entra trayendo una mesita rodante, sobre la que hay una sopera con su cucharón, platos, una botella de un cuarto litro de vino blanco, un sifón, una copa y un sacacorchos. Pone sobre la mesa el vino, la soda, la copa, el sacacorchos y un plato hondo. Sale.

Entra trayendo un plato con buñuelos. Y una ensalada. Y un sobre con queso rayado. Sale.

Entra trayendo otros elementos, en fin, algún condimento, pickles, escarbadientes. En su última entrada desde la cocina, aparece ya sin el delantal.

Va hasta donde está la silla. La toma. La lleva hasta la mesa y se sienta.

Descascara el huevo, lo sala. Pone manteca sobre una rodaja de pan. Echa sal sobre la rodaja. Prepara la ensalada. Lustra alguna manzana. Descorcha la botella de vino. Se sirve vino. Sin soda. Se sirve la sopa, que está sumamente caliente. Revuelve la sopa. Sopla el humito. Le echa queso. Vuelve a soplar. Le echa pedacitos de pan. Revuelve. Pincha la lechuga.

El tenedor llega muy cerca de la boca, pero no puede abrirla. Deja la lechuga en la ensaladera.

Agrega aceite. Revuelve la ensalada.

Lleva el vaso de vino a sus labios. Estos no se abren. Se le vuelca un poco encima. Deja el vaso en la mesa.

Toma la rodaja de pan con manteca. Intenta morderla. No puede. Va violentándose. Deja la rodaja en la mesa.

Toma el huevo duro. Intenta morderlo. No puede. Va crispándose. Se le tensan los brazos y las manos y los dedos. Deja el huevo en el platito.

Toma el cuchillo. Corta el huevo en rodajitas sobre la ensalada.

Toma nuevamente el vaso de vino. No puede beberlo. Lo deja.

Pone un dedo sobre la tapa agujereada del salero, y lleva ese dedo con algún granito de sal hasta su lengua.

Intenta que la cuchara con sopa pase por sus labios. Estos se abren, pero no sus dientes. Tira la cuchara en el plato.

La crispación del HOMBRE va en aumento: vuelca cosas al suelo, se sube a la mesa, toma el sifón, apunta el pico del sifón a la sien y vigorosamente se dispara un chorro de soda, en simultánea con apagón.

VOZ DEL HOM­BRE: Las mon­jas me asus­tan. No las quie­ro. No las en­tien­do. Só­lo las de­seo. Di­go yo. Di­go que di­go yo. Aho­ra. (Pau­sa.) Pue­do ape­nas fle­xio­nar las ro­di­llas. Pe­ro soy el pri­me­ro cuan­do se tra­ta de co­rrer. Tran­cos lar­gos, grá­ci­les, y lo me­jor es cuan­do no to­co el sue­lo. ¿Al re­for­ma­to­rio yo?… ¡¿Tan chi­qui­to?! ¡¿Es pa­ra tan­to…?! ¡¿Al juez de me­no­res…?! (Pausa.) ¡¿Tan chiquito?! (Pausa.) Al fút­bol soy un ague­rri­do co­bar­dón. Un “ma­le­ta” a pu­ro ta­po­na­zo, que se arre­ba­ta fren­te a la pe­lo­ta, que pe­ga de “pun­tín” y si va en bue­na di­rec­ción: es gol. La tie­nen que ir a bus­car a la lu­na. “¡Eh, ma­le­ta, mi­rá dón­de la man­das­te!”: cuan­do no iba a pa­rar a la lu­na. “¿¡Pe­ro es­tás lo­co vos!?… ¡Aho­ra an­dá a bus­car­la!” Y co­rría, asu­mía mi bru­ta­li­dad, mis ac­ce­sos de cre­ti­nis­mo. (Pau­sa.) Soy un buen “fulbac”. (Pau­sa.) Lo que me ma­ta son las ba­las que no dis­pa­ré. Te hi­ce po­ner mal, pa­pá, cuan­do te di­je que yo sé lo que ha­go, que no quie­ro con­se­jos, que pre­fie­ro equi­vo­car­me so­lo. Esa no era una bue­na res­pues­ta pa­ra vos. Un hi­jo de­be acep­tar la guía, la con­duc­ción: el je­fe de la fa­mi­lia. (Pau­sa.) Al eclip­se lo quie­ro es­pe­rar des­pier­to. En la me­sa no se lee. Po­ne­te de­re­cho, mi­rá esa es­pal­da, te va­mos a com­prar el apa­ra­to. No se­rá con im­po­si­cio­nes que cre­ce­ré, no se­rá con mon­jas ni con ame­na­zas. Mi ma­má me mi­ma, me ba­ña o me re­ga­ña. Mi ma­má me quie­re que más no se pue­de, pe­ro yo no lo sé bien.

     Se oye al­gún tro­zo de can­ción sil­ba­da. Y al­gu­nos tri­nos y “bi­chos feos” eje­cu­ta­dos tam­bién con la téc­ni­ca del sil­bi­do.

Leo y es­cri­bo a los cua­tro años. Y tres por una tres. Pe­ro can­to tan mal, tan mal… ¿Cuán­do no can­to? ¿Cuán­do no es­toy ti­ra­do con­tra la pa­red ha­cien­do la or­ques­ta? Ha­cien­do vo­ces, pe­ro no la mía. ¡Mi voz ver­da­de­ra es és­ta, se­ño­res! (Pau­sa.) Si ha­go al­gu­na ac­ción ma­la al­go ma­lo me va a pa­sar. Mi pie de­re­cho es fuer­te, va­le­ro­so. Pe­ro el dé­bil ga­na, el ame­dren­ta­do. Eso es la jus­ti­cia. La ma­no iz­quier­da se so­bre­po­ne y en el úl­ti­mo mo­men­to, pró­xi­ma a que­dar am­plia­men­te de­rro­ta­da, un ins­tan­te an­tes de so­bre­ve­nir la ex­te­nua­ción, des­com­pues­ta por el su­fri­mien­to, da vuel­ta la co­sa: ven­ce, ven­ce pa­ra siem­pre y siem­pre se­rá así. He re­gla­men­ta­do, he es­ti­pu­la­do, he con­cor­da­do. Má’ qué tan­ta vi­ta­mi­na, qué tan­ta “be do­ce”, qué tan­to pan­ci­to aden­tro de la so­pa. Pa­pá, que nun­ca fue pa­pá, tal vez “pa” al­gu­nas ve­ces, me pe­ga con la ma­no abier­ta por­que no de­seo in­ge­rir. Y en pú­bli­co. Ma­má, ma­mi, “ma” y des­pués na­da, me cas­ca por ha­cer uso in­de­bi­do del bi­dé. Yo so­me­to a las hor­mi­gas y me fas­ci­no con los ca­ra­co­les. Por be­llos y por pe­cu­lia­res.

Pau­sa.

(Imi­ta a Pe­pe Arias): ¡¿Qué ha­cés, “amo­ma­ba­do”?! ¡Pe­ro pres­tá aten­ción con esa pa­lan­ga­na! ¡A ver si me ti­rás en­ci­ma el agua ja­bo­no­sa! ¡Mu­cho cui­da­di­to con la per­cha! ¡Yo soy de ver­dad, chi­tru­lo! ¡Y cuan­do quie­ras par­lo­tear con­mi­go me pe­dís au­dien­cia! “¡Amo­ma­ba­do!”

Pau­sa.

(Pro­si­gue con su pro­pia voz.) To­dos los agos­tos vie­ne la par­ca por ca­sa. Vie­ne, ron­da, gua­da­ñea, ha­ce lo po­si­ble, oxí­ge­no pa­ra la abue­la, mé­di­cos, pro­fe­so­res, re­me­dios y pe­ni­ci­li­na. Y yo me voy a dor­mir con mi ma­má. Pe­ro se va. Des­pués de re­vol­ver­lo to­do, se va. No ga­na, de­sis­te; di­ce has­ta lue­gui­to. De to­dos mo­dos al­guien mue­re siem­pre en agos­to. Mien­tras es­cri­bo con pe­da­zos de ti­za, me ase­gu­ro los pan­ta­lo­nes, voy a bus­car el pan en­sar­ta­do en las san­da­lias pa­ra­gua­yas. La hi­ci­mos ha­blar bas­tan­te en ca­sa a la par­ca, sin em­bar­go. Nos dis­cur­sea­ba con ese olor a fra­za­da prin­go­sa, nos su­su­rra­ba…: vol­vé. ¿Por qué vol­vé? ¿A dón­de? (Pau­sa.) No se­rá ins­tán­do­me a ver quién va­cía pri­me­ro ca­da pla­to que co­me­ré. Ni me sub­yu­ga­rán con mo­ne­das. Ni con na­da. ¿O se cre­en que un chi­co no en­tien­de? ¿Que no hue­le, no oye, no sien­te, no pien­sa, no ve, no ne­ce­si­ta? ¿Que uno es un es­cudito fa­mi­liar, un ac­ce­so­rio? Un sím­bo­lo. La ro­pa se me cal­ma. Soy car­ne de pi­le­tón. Te­ra­pia de fas­ci­ne­ro­so pa­ra un ner­vio­so. ¡Upa-la-la­aa! Agüi­ta fres­ca y el al­ma se me cho­rrea. ¿¡Pe­ro no me ven, na­die se da cuen­ta de que eso es una per­ver­sión, una por­que­ría!? ¡Me mo­jan las aga­llas! ¡Qué mier­da, no soy un pes­ca­do! ¡Dé­jen­me ser al­gu­na co­sa! ¡Ah, no se atre­ven, ee­e­e­ehhh! Se van a vi­si­tar en­fer­mos, por eso me que­do ju­gan­do al “ru­mi”. Tan bien ves­ti­dos, con ca­ra de “vol­ve­mos tem­pra­no, po­ne­te el pi­ya­ma”. ¡Qué ma­ne­ra de te­ner­me mie­do, de ti­rar­me todo ese mie­do en­ci­ma! Pe­ro có­mo: ¡¿el hi­jo de la due­ña de la pen­sión le pi­de a los re­yes me­dian­te con­sa­bi­da y res­pe­tuo­sa car­ta la re­cep­ción de un au­ti­to, de esos pa­ra me­ter­se aden­tro, y apa­re­ce un tri­ci­clo?! Un tris­te tri­ci­clo. ¿Un sim­ple tri­ci­clo?… ¡¿To­do es­te tri­ci­clo pa­ra mí?! Mien­tras tan­to al hi­jo de una pen­sio­nis­ta le apa­re­ce un au­ti­to. ¡Y jue­ga con él! ¡Y an­da!… ¿Quién mi­ra por la ven­ta­na del au­la del co­le­gio? Yo. Aun­que no ha­ya pa­ja­ri­tos. ¿Quién lle­ga co­mo una trom­ba ha­cién­do­se en­ci­ma? Yo. ¿Quién se ubi­ca en las fies­tas de­ba­jo de la me­sa a la ho­ra de los cuen­tos ver­des? Yo. ¿Quién se em­bu­cha a los seis me­ses de su pro­pio na­ci­mien­to, me­dia pas­ti­lli­ta de se­dan­te? Yo. ¿Quién mi­ra re­vo­lo­tear a los pa­ja­ri­tos, que no hay, a tra­vés de la ven­ta­na del au­la del co­le­gio? ¡Yo, se­ño­res, yo! ¿Quién si no yo?: el más dó­cil ¡y el más bue­no!!

Pau­sa.

     Imi­ta a una or­ques­ta tí­pi­ca. Can­ta la pri­me­ra es­tro­fa del vals de Ge­ró­ni­mo y An­to­nio Su­re­da: “Ilu­sión Ma­ri­na”.

Era la hi­ja del vie­ji­to guar­da fa­ro

la prin­ce­si­ta de aque­lla so­le­dad,

y le de­cían con amor los pes­ca­do­res

que era la per­la más bo­ni­ta y blan­ca que guar­da­ba el mar.

Fue pa­ra ella que can­ta­ron los ma­ri­nos

que cru­za­ban las se­re­nas aguas huér­fa­nas de amor,

y en sus can­tos lle­nos de ca­ri­ños siem­pre le de­cían

que bri­lla­ban sus ojos más que el fa­ro y el sol.

Pau­sa.

Las me­lli­zas eran ca­ri­ño­sas con­mi­go. Ba­tían la cla­ra de los hue­vos con un te­ne­dor, le echa­rían azú­car, va­ya a sa­ber, era ri­co, yo me lo co­mía. Me aca­ri­cia­ban, ha­bla­ban de sí, se sa­ca­ban la ro­pa. El de las fo­tos con las mu­je­res des­nu­das en las pa­re­des y en los por­ta­rre­tra­tos es­cu­cha­ba mú­si­ca clá­si­ca a to­do lo que da. Cuan­do la her­ma­na y la ma­dre ve­nían a vi­si­tar­lo, las pa­re­des que­da­ban ba­rri­das, lo más un al­ma­na­que. Ese tam­bién se sa­ca­ba la ro­pa de­lan­te mío. La pe­lo­ta se­bo­rrei­ca era ser­vi­cial. He­día, dor­mía do­ce ho­ras, y ex­cep­to los dis­cos, ni un rui­di­to. Yo le lle­va­ba el ca­fé con le­che a la ca­ma a Blan­ca, la chi­ca de la pie­za del fon­do, la que tra­ba­ja­ba de no­che, des­pués su­pe de qué, que a mí me gus­ta­ba tan­to, tan su­ge­ren­te. Arre­gla­ba en­chu­fes la pe­lo­ta, sol­da­ba ca­ños, ajus­ta­ba bal­do­sas y cam­bia­ba cue­ri­tos. Se son­reía con sig­ni­fi­ca­do. Blan­ca es­ta­ba muy bien, me per­tur­ba­ba su exis­ten­cia: mi sa­ber que de­ba­jo de su ro­pa, ella es­ta­ba to­da.

     Se oye unas cua­tro ve­ces la re­pe­ti­ción de las tres úl­ti­mas pa­la­bras. In­me­dia­ta­men­te des­pués se oye: “Mi sa­ber que de­ba­jo de su ro­pa ella es­ta­ba to­da”. Lue­go se oye la pa­la­bra “to­da”, va­rias ve­ces, co­mo si se vi­to­rea­se a un equi­po de fút­bol.

Pau­sa.

Ca­len­tu­rien­to, ca­len­tu­rien­to, ¿por qué re­lle­na­ron los agu­je­ri­tos de aque­lla se­gun­da puer­ta del ba­ño gran­de, la que es­ta­ba tra­ba­da, la que da­ba di­rec­to a la pie­za en la cual al­guien siem­pre dor­mía? ¿Por qué le pe­ga­ban con el cin­tu­rón y a ve­ces con la he­bi­lla del cin­tu­rón, a Nor­ma? ¿Por qué yo oía los gri­tos del amor y del do­lor? ¿Por qué aque­lla plan­cha se des­li­zó has­ta tu ma­no? ¿Por qué me acuer­do de tu co­mu­nión con la man­te­ca?… ¿Qué es es­to? ¿Qué es­toy di­cien­do? Yo hu­bie­ra que­ri­do es­piar por los agu­je­ri­tos. ¡Oh, la ba­ña­de­ra! To­dos ha­bía­mos des­fi­la­do por allí.

Pau­sa.

     Re­co­mien­za el tex­to es­cu­cha­do has­ta que ce­sa con el apa­gón.

 

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